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Si una buena mañana se le ocurre -porque no tiene mejor cosa que hacer pues en caso contrario es ocurrencia inaudita- subir al pimpollo de las setas, no le darán en taquilla tras la presentación del Documento Nacional de Identidad un pase o billete de entrada como en cualquier museo o monumento, sino una factura con IVA incluido. El papelito no deja de tener gracia. Tras los datos fiscales, el domicilio postal de la concesionaria y la fecha de la transacción económica, aparece la descripción del producto comercializado. Y así, dispuesto como en cualquier factura de una tienda, encontrará detallado: Cantidad: (1). Producto: (Sevillanos). Importe: (0,00 euros). Total Efectivo: (0,00 euros). 10% IVA incluido.
Uno lee aquello y comienza a creerse un mollete, una corbata o un par de zapatos. El tema no deja de exhalar importantes inquietudes filosóficas. ¿Qué es un sevillano cuyo coste es cero y está sujeto al diez por ciento del impuesto del valor añadido? ¿O quien es ese sevillano al que una empresa domiciliada en Madrid le vende en la taquilla a él mismo por cero euros? Aquí quisiera ver a los pensadores alemanes o a los filósofos hispalenses resolver semejante embrollo existencial. Hasta no hace mucho los sevillanos éramos personas más o menos buenas según carácter, más o menos optimistas según circunstancias y más o menos trabajadoras según ambiciones, pero hete aquí que a uno le da por subir al pellejo agujereado de las setas y se convierte en producto.
Lo penoso y feo del asunto es que convertirnos en producto nos cuesta a todos una millonada de euros, cifra desvergonzada y escalofriante que tiene la virtud de no detener su vertiginoso crecimiento gracias al buen hacer de don Alfredo Sánchez Monteseirín, aquel inolvidable pero nada recomendable alcalde.
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