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Lun

11

Ene

2016

LOS SEVILLANOS Y LAS VERGÜENZAS DE SEVILLA PDF Imprimir E-mail

LOS SEVILLANOS Y LAS VERGUENZAS DE SEVILLA.

Dice, y dice bien el periodista Carlos Navarro cuando en su artículo que a continuación copiamos, afirma que el poder (el Alcalde, la Consejera de Cultura, la Presidenta de la Junta…) sabe que el cuidado del Patrimonio no genera votos.

“La ciudad cree seguir siendo la más bella, con el mejor rio y los monumentos de valor más incontestables, mientras aumentan los pastiches (agregamos: los derribos, los solares, la especulación con el número de plantas de los edificios…), las ratas pueblan los paseos fluviales y los monumentos acaban caricaturizados. Sevilla es feliz en su postal (agregamos: una postal amarillenta y desfasada) que cada día necesita más intervenciones de cirugía y más horas ante el tocador para convencerse de que está presentable”

Pero no es cierto, querido Carlos, que nadie diga ni mú. Cuando cerraron el Patio de los Naranjos, veinte locos de Ben Basso y Adepa estuvimos allí, algunos con carritos de niños y todos con una pancarta que pedía al Cabildo mantener abierto un patio que considerábamos de todos los sevillanos. Eso sí, sólo estábamos veinte, menos que en  los ensayos cofradieros con sacos y plásticos.

A muchos sevillanos expertos en la colocación de flores, el rizado de las velas, los arreglos del manto o en el movimiento de los costeros, les importa un pimiento las Setas, la Torre Pelli, el derribo de las casas populares o los ilegales ensanches, tanto como el cultivo de las alcachofas, a pesar de su supuesta sssssevillania.

Si los políticos supieran que no excavar las Atarazanas, que permitir el botellero de la Calle Santander o que el  vergonzoso estado del Parque de María Luisa y  la Plaza de España, le supondría la pérdida del poder; si obligáramos a que estos asuntos se debatieran públicamente; si el pueblo participara en los debates a través de estas mismas redes sociales dirigiéndose al Alcalde en defensa de la ciudad(5500 lectores tuvo nuestro artículo de la Casa de los Artistas, que deberían ser  5500 tuits al Alcalde),ello haría posible una Sevilla con sevillanos.

Pero la realidad es la que Carlos Navarro nos pinta con tanta maestría.

 Los presupuestos del Ayuntamiento no contemplan ayudas a los propietarios de edificios protegidos para que los conserven; una buena parte del caserío  está cerrado y con evidentes muestras de ruina y decadencia, los solares permanecen eternamente, piense el lector en el triangulo de la Florida; el edificio de la Iglesia de San Hermenegildo, hasta no hace mucho,  centro de exposiciones, lleva años cerrado cuando sólo necesita una urgente reparación de sus cubiertas; un tranvía macarra lleno de publicidad agresiva atraviesa una Avenida de la Constitución que es todo menos peatonal y tiene parada delante del Archivo de Indias en una estación que entorpece y degrada la vista del Archivo o el edificio de Correos.

Más, en la Plaza de San Francisco se colocan unos caballitos y una pista de hielo desdiciendo de una de las obras más importantes del Renacimiento español, el Ayuntamiento.

Todo ello nos lleva a pensar que además de un problema de especulación, de búsqueda del dinero fácil por parte de algunos propietarios y muchas constructoras, de la nula preparación de la mayoría de nuestros arquitectos en Patrimonio, hay otro grave problema: nuestros políticos no saben valorar la riqueza patrimonial y turística que genera esta ciudad. En feliz expresión de otro periodista, Félix Machuca, tienen una joya en sus manos y la tratan como bisutería. Si a ello le unimos el folclorismo de una buena parte de los sevillanos y su falta de conciencia política, tenemos el resultado: una herencia de siglos destruida por la ineficacia y la ignorancia.

 

Una señal imperdonable

Carlos Navarro Antolín | 10 de enero de 2016 a las 5:00

catedral
LA misma ciudad que entierra los contenedores en el casco antiguo por motivos estéticos –que hay que ver la manía de cientos de alcaldes de España por meter bajo tierra los cubos de la basura como si se tratara del vellocino de oro de la gestión municipal– consiente que los alrededores de su primer monumento huelan a heces de caballo y fritanga, presenten la tonalidad multicolor de los asientos de sus bares (naranjas, amarillos, grises), sufran espacios intransitables y, como puntilla certera, coloquen señales de tráfico donde más daño se provoca a la perspectiva de una de sus particulares joyas. ¿Se puede afear aún más el entorno de la Catedral de Sevilla? ¿Es posible provocar una degradación mayor? Sin necesidad de estar revestido con camiseta ni de alzar el puño, se puede contestar con la resignación de un ejército vencido: sí se puede, claro que se puede. La señal de dirección obligatoria hacia la izquierda rompe una de las vistas más preciosas de la Catedral, la que permite recorrer la calle Hernando Colón con la Puerta del Perdón en lontananza, recreando la traza urbana del mercado de la seda que ambientaba los alrededores de la antigua mezquita al ser uno de los escasos vestigios del primitivo templo musulmán.

La normativa de rótulos reversibles, los preceptos sobre las reformas no agresivas y el blindaje de los elementos dignos de protección se quedan en papel mojado, con el mismo nivel de seguridad que ofrece la cerradura de la hucha de un crío. Los proyectos de cascos urbanos habitables y otras monsergas terminológicas perecen en el discurso de carril del político de turno, sin que nadie examine con el paso de los años qué fue de aquellas buenas intenciones que un día fueron venteadas y sacrificadas en el altar del cortoplacismo del programa electoral de un partido. Queríamos abrir la Catedral de noche, como en Córdoba, y aún no hemos sido capaces de respetar su fachada exterior, de crear una conciencia en los ciudadanos que provoque el grito de Münch ante semejantes tropelías; que genere en los empresarios de la hostelería un sentido de la responsabilidad que les mueva a cuidar la estética del edificio que, al fin, genera su clientela; que obligue a la autoridad eclesiástica a ser más exigente con los poderes públicos, como cuando en los años noventa clamaba contra los humos de los autobuses de Tussam que ennegrecían las portadas de la Avenida. Qué ironía se aprecia ahora con la nitidez del paso de los años. Mientras el Estado invertía millones en limpiar las fachadas de la mugre provocada por los tubos de escape de los autobuses urbanos, el Ayuntamiento sentaba las bases para convertir la Avenida de la Constitución en una sucesión de obstáculos y cachivaches, en un escenario despersonalizado, con una hostelería carente de carácter genuino, mimetizada con la de cualquier población de medio pelo; en un lugar inhóspito, fruto de las ansias de notoriedad de un alcalde en años de vacas gordas.

La fealdad ha hecho metástasis en los aledaños de la Catedral, con el consentimiento del poder civil, sabedor de que el cuidado del patrimonio no genera votos, y el silencio del poder eclesiástico, más preocupado en no causar el más mínimo conflicto, en no tener roces, en no dar lugar al qué dirán. Un día se cerró el Patio de los Naranjos al libre acceso del público. Nadie dijo nada, cuando era la plaza pública más hermosa de la ciudad, convertida desde entonces en lugar de relax para turistas con callos, en el final al aire libre de la visita de pago. Otro día llegaron las losas de pizarra, que se resquebrajaban a golpe de casco de caballo. Alguien se metió el dinero en el bolsillo con la venta de las losas gallegas. Nadie dijo ni mú, nadie asumió responsabilidades. Nadie sabe dónde están las losas de Tarifa. Con el paso del tiempo, cientos de veladores y decenas de freidoras y paelladores a toda potencia marcan los alrededores del principal atractivo de la ciudad. Entonces, hace muy poco tiempo aún, sí hubo un alcalde que admitió que había que abrir la mano con los bares para generar alivio en plena crisis económica, hacer la vista gorda en una suerte de dejar que la muchachada bebiese un poco más de la cuenta y se burlase de la vaquilla pues eran las fiestas del pueblo y por una vez no pasaba nada. Y prometió, horror de los horrores, que un concejal se dedicaría expresamente al cuidado del entorno de la Catedral. Se trataba del mismo concejal que estaba esos meses rehabilitando (es un decir) una casa catalogada de la calle San Fernando, interviniendo sin licencia, cargado de denuncias vecinales y con un dictamen contrario de varios arquitectos, entre ellos el prestigioso Rafael Manzano. Como si el problema de la Catedral fuera de concejales, de mesas o de comisiones. ¿Saben, por cierto, en qué estaba convirtiendo la casa? En un bar, naturalmente.

Sevilla le ha perdido el respeto a la Catedral, a la que tiene como hija desahuciada, o madre envejecida orillada. Ni se respeta ni se quiere aquello que no se conoce. Esta señal de tráfico, clavada como un rejón en la ruda piel de pizarra y que destroza la contemplación de la Puerta del Perdón, simboliza la falta de mimo de una ciudad por su acervo histórico, deja en evidencia la labor de las comisiones de patrimonio, que tan sesudamente hablan de las “contaminaciones paisajísticas” cuando se ponen serias ante el débil (traslado de la fuente de la Encarnación) y mansas ante el fuerte (mamarracho arquitectónico de la calle Santander).

Esta señal evidencia el carácter de una ciudad que superó la prueba del nueve de la indolencia la mañana en que desmontaron el Giraldillo y nadie se dio cuenta. Daba igual. Es el escupitajo chulesco que la ciudad echa desde la cubierta del barco en días de viento contrario. El salivajo se le acaba estampando en la cara como un bumerán que castiga su altanería. La ciudad cree seguir siendo la más bella, con el mejor río y los monumentos de valor más incontestables, mientras aumentan los pastiches, las ratas pueblan los paseos fluviales y los monumentos acaban caricaturizados. Sevilla es feliz en su postal, cuando en realidad es una señora venida a menos que cada día necesita más intervenciones de cirugía y más horas ante el tocador para convencerse de que está presentable.

La polución generada por los autobuses de Tussam debilitaba la piedra de la Catedral en los años noventa, hasta caerse a cascotes en un proceso de arenización alarmante. La cochambre de diversas características que hoy la rodea como un cinturón de colores chillones, la despelucha como un perro abandonado, carente del cuidado cotidiano, en un proceso de chabacanización notorio. Los canónigos que en su día cerraron el Patio de los Naranjos alegaron falta de seguridad. Tal vez hoy deba seguir cerrado. Por ignorancia de sus usuarios.

 

 
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